LITERATURA ECUATORIANA
Capítulo I
Literatura precolombina
No todo lo que es literatura ecuatoriana comienza con la llegada del
español y el inicio del proceso del mestizaje, complejo y de ricas
resonancias culturales. Hubo sin duda una literatura anterior a todo
aquello. Era impensable que pueblos que tanto desarrollo tuvieron en lo
económico, social, militar, político y cultural hubiesen carecido de
literatura.
De lo que esas gentes que poblaron los territorios que
serían más tarde la Audiencia de Quito y hoy, aunque tremendamente
disminuidos, son la República del Ecuador carecieron fue de escritura.
Y, al ser la escritura la manera de fijar y trasmitir fielmente las
manifestaciones literarias, esa literatura difícilmente rebasó ciertas
fronteras de espacio y tiempo.
Pero sí las rebasó, porque tuvo maneras de fijarse y
trasmitirse. Los pueblos sin escritura compensan esa carencia con
recursos especiales. Son los de la tradición oral, que también tienen
sus maneras de dar a ciertos textos especialmente valiosos o importantes
la fijeza que les asegure su permanencia en el tiempo y el rebasamiento
de los ámbitos espaciales en que fueron dichos.
Uno es la música. Un texto convertido en canción asegura su
fijeza y trasmisión y puede perdurar, sin alteraciones, largamente.
Otros son recursos estrictamente literarios: el ritmo y el
metro; ciertas imágenes en las que no se puede tocar nada sin
deshacerlas. O los núcleos narrativos y enlaces de una narración.
El cofre en que esos pueblos van depositando lo mejor de sus
sabidurías es el folclor. Ellos lo guardan allí, cifrando esas
sabidurías en cantos y música, pinturas y diseños, esculturas y
cerámicas, narraciones y poemas, adivinanzas y fórmulas sapienciales,
juegos y objetos en que dejaron impresa su marca.
Y el hombre moderno de culturas escritas ha urdido maneras
de sacar esos tesoros. Es decir, de descifrar aquello en esas
creaciones populares cifrado. Esa es la ciencia y arte del folclor.
Indagaciones folclóricas son las que han podido entregarnos
elementos para rehacer la literatura de esos antiguos antepasados
nuestros.
Sería un error anticientífico exigir de esas recuperaciones
el rigor de un códice escrito –que pudiera contrastarse con otros
códices hasta llegar a la versión definitiva, que se suele llamar
“canónica”, de ese texto.
Para penetrar por estos caminos en ese mundo tenemos que
despojarnos de nuestra mentalidad de cultura escrita, y, peor, si
positivista, y sus requerimientos.
LA LENGUA DE LA LITERATURA ABORIGEN
La lengua en que se hizo esta literatura es el quichua. A lenguas
anteriores a la imposición del quichua por la conquista incásica se hace
mucho más problemático acceder porque generalmente son lenguas muertas,
de las que, por falta de escritura, no quedó documentación alguna. El
quichua, no; el quichua es lengua viva en numerosas comunidades de
Bolivia, Perú y Ecuador. Y en quichua han podido recuperarse textos de
muy probable antigüedad.
Juan León Mera, que fue el primer estudioso que recogió
cantares populares –donde cabe hallar literatura anterior al mestizaje-,
abrió su Ojeada –una de las primeras dos obras de historia y
crítica de la literatura ecuatoriana- por unas “Indagaciones sobre la
poesía quichua” y atendió, en primer lugar, a la lengua en que esa
poesía se hizo. Hizo hermoso encomio de esa lengua:
La lengua
quichua es una de las más expresivas, armoniosas y dulces de las
conocidas en América; se adapta a maravilla a la expresión de todas las
pasiones, y a veces su concisión y nervio es intraducible a otros
idiomas. Merced a sus buenas cualidades, no hay objeto material o
abstracto que no anime con vivísimos colores e imágenes hermosas[1]
La lengua ofrece cauces y posibilidades expresivas y artísticas a una
literatura, a la vez que le marca límites. Acertado, pues, el criterio
de Mera de llamar la atención hacia la lengua, como primer paso para
tentar apreciaciones de una literatura ecuatoriana quichua.
Quito careció de cronistas como los que hicieron los
primeros inventarios de las cosas del Perú y no tuvo un historiador
temprano de tanta pasión por sus antepasados como el inca Garcilaso de
la Vega, autor de Comentarios reales. Y la obra de fray Marcos
de Niza, que llegó a Quito en la comitiva de Sebastián de Benalcázar y
que, según el padre Juan de Velasco -que lo leyó-, escribió no poco de
las antigüedades quiteñas, no ha podido encontrarse. Había que llegar
al propio Juan de Velasco, nuestro protohistoriador, ya en pleno siglo
XVIII, para poder trazarnos un cuadro de la vida cultural del Reino de
Quito, en la que florecieron manifestaciones literarias.
LAS FIESTAS Y LA LITERATURA PRIMITIVA
Hechos centrales de esa vida cultural de que fue elemento importante la
literatura son las fiestas, fiestas que, al menos las más solemnes, aún
perviven en pueblos y comunidades de nuestra serranía.
El historiador jesuita recorre mes a mes esas fiestas que él
pudo registrar a poco más de siglo y medio de la conquista y a más de
dos siglos y medio de estos comienzos del siglo XXI:
diciembre, el Raymi, fiesta solemnísima de baile, precedida por
ayuno;
enero,
Uchuy-pucuy, o fiesta de los primero cogollos del maíz;
febrero,
Hatum-pucuy, o crecimiento del maíz;
marzo,
Paucar-huatay, fiesta de primavera o florecer, una de las cuatro
principales, con renovación anual del fuego sacro, sacrificios y
banquetes y bailes
Y así los otros meses, hasta el Capac–Raymi, baile
general concluida la siembra del maíz.
Como se verá, el ciclo festivo correspondía al ciclo
agrícola, el que, a su vez, dependía del ciclo solar. De allí su
supervivencia en pueblos aún agrícolas, a los que los períodos solares
marcan los tiempos de siembra y cosecha, que son los de esperanza y de
realización de esa esperanza.
En estas fiestas agrícolas, dijo el cronista mayor de las
antigüedades quiteñas, lo más eran música y danzas, estas con sus
coreografías elementales y evoluciones procesionales. Pero había en
algunas fiestas cantos y esto nos pone ante una primitiva manifestación
literaria. Del Aymuray, fiesta de mayo, se dice que el acarreo
del maíz a las trojes se hacía “acompañado de músicas y cantos en forma
de procesión solemne”. De la Ayarmaca -o celebración de los
difuntos- recogió Velasco algo para el buceador en esta
literatura aun más significativo: “la hacían una vez al año, con fiesta
lúgubre de músicas funestas y tristes cantos. En ellos relataban las
proezas y hazañas de los respectivos difuntos de cada tribu o familia”.
Y añadió algo aun más incitante, aunque solo lo dio como probable: “es
probable que este mismo mes se representasen las tragedias de que hacen
mención los escritores, como alusivas a los hechos de sus antepasados”.
En otra parte de su Historia escribió Velasco algo de
la mayor importancia para una reconstrucción de la literatura india
quiteña: “Despojada su religión de la multitud de fábulas que no tienen
probabilidad ni arguyen particular ingenio, se reducía todo a la
adoración del Sol y de la Luna” Comenté así ese texto del
protohistoriador: “Lo que subyace debajo de este texto es que se habría
producido en el pueblo quiteño un empobrecimiento en región tan fecunda
para la literatura primitiva como son teogonías y cosmogonías –capítulo
importante de la épica primitiva quichua y aymara es cosmogónico-. Y
también en esta parte, las supervivencias –aquí la pobreza y falta de
originalidad de las supervivencias- parecen haber dado la razón a
Velasco”[2]
LOS CAUCES O GENEROS
Basados en estas noticias trasmitidas por nuestro primer historiador
–espíritu sorprendentemente atento a todas las supervivencias de
historia y vida de los pueblos del Reino de Quito- y en indagaciones
históricas y folclóricas posteriores –no solo ecuatorianas: también
bolivianas y peruanas-, podemos aventurar un panorama de esa literatura.
Sus cauces fueron cuatro:
Épica
Lírica coral
Individual
Teatro
Prosa sapiencial
Narrativa
Y esto en dos ámbitos: lo religioso o sacro y lo profano.
Atendiendo pues, a esto, así podría organizarse la gran
matriz de la literatura de precolombina:
Cuadro de ariel, p 23
Importa tener presente que se trata de una matriz
estructural, teórica, y en el caso ecuatoriano no todas esas casillas se
han llenado con obras recuperadas, y en casos, ni siquiera con noticias
válidas de obras.
En cuanto a la matriz misma, en las casillas de la lírica se
han puesto nombres. Y ello es porque en el área andina se conocen las
producciones correspondientes.
En la lírica individual religiosa, tenemos el huacaylli,
poema de invocación, adoración, exaltación de espíritu religioso.
Plegarias sacerdotales. Estrofas asonantes o consonantes de cuatro a
cinco versos endecasílabos u octosílabos.
En la lírica religiosa coral tenemos el huaylli y el
wawaki. El huaylli es canto de reverencia al soberano, al
estilo de los “Himnos de Atahualpa”[3].
El wawaki podía ser religioso o profano; en cualquier caso era
canto de amor que solemnizaba ceremonias y ritos colectivos. El
religioso cantaba a Wiracocha (el Dios Sol) y a la Pacha Mama (la Tierra
nutricia).
En la lírica profana individual es donde hallamos el mayor
número de nombres.
El arawi (que acabaría refugiándose en la tristeza
del yaraví) era la poesía lírica por excelencia: expresión
intensa de sentimientos. Y el urpi no es sino una de las formas
del arawi: el arawi erótico, teñido de nostalgia. Tomó su nombre
de “urpi”, la paloma, que era la metáfora preferida para la mujer
amada. El aymoray , también poema amoroso, se diferenciaba del
urpi porque era más alegre y de ritmo más ágil.
Y del huayno –que sobrevive en Bolivia y el Perú como
tonada que se canta y baila- ha destacado un estudioso: “Su presteza
danzarina, su requiebro de jolgorio, su cadencia aparentemente lenta y
que admite y exige el redoble acelerado de los requiebros (que equivalen
al zapateado del baile en sí)”, añadiendo que tomaba motivos de la vida
cotidiana[4].
El jaili, la forma más frecuente de lírica profana
coral, era canto de carácter dialogal, en tono de himno, que solemnizaba
ocasiones de euforia y regocijo, tanto rurales –cosechas-, como sociales
–retorno de guerreros victoriosos, entrada de monarcas o jefes-. Eran
composiciones de seis a ocho sílabas por verso, de factura suelta,
asonantados, en grupos estróficos pautados por la exclamación “¡jaili!”,
casi siempre dicha por el coro.